El sapukay del bicentenario

La XX Fiesta Nacional del Chamamé, cuya parte medular culminó anteanoche en Corrientes, brindó una generosa muestra de las variadas expresiones que nutren hoy al género típico del Litoral. Un público conocedor y apasionado llenó las cuatro noches el gigantesco Anfiteatro Cocomarola.

      Da gusto ver a la gente disfrutar. Más todavía si ese placer llega gracias a música de calidad, en abundantes dosis y en las siempre seductoras noches de verano. Fue en esas condiciones favorables que entre el miércoles y el domingo últimos la comunidad correntina se dio panzadas de chamamé gracias a la fiesta nacional del género organizada por la Subsecretaría de Cultura de la provincia, este año con el apoyo de la Secretaría de Cultura de la Nación.
     
1ª noche: La parábola del hijo pródigo

      Si bien las primeras impresiones de los fuegos artificiales, los gritos de los conductores y la llegada de la virgen de Itatí a caballo podían resultar demasiado pretenciosas, la experiencia de las cuatro noches terminó por justificar semejante pompa. Manteniendo el espíritu grandilocuente de la apertura, el primer segmento artístico de aquella noche fue protagonizado por la numerosa Orquesta Folclórica de la Provincia, una formación estatal con 37 años de edad que dio cierto vuelo sinfónico a algunos clásicos chamameceros pero con instrumentos tradicionales.
      Con un mensaje de fuerte contenido social y ecológico, el cantautor Joselo Shuap (foto) fue la primera grata sorpresa de la fiesta. Al frente de un grupo de dos guitarras, acordeón, bajo eléctrico y cajón peruano, el misionero le cantó en un tramo al "Cristo de los villeros” y en otro deseó: “No quiero despertarme un día / y que en vez de los pájaros / silben las balas”. No por comprometidas, sus letras son menos poéticas. Se despidió con una canción musicalmente bien arriba pero que en su estribillo decía “Yo creí que la tierra era mía / y resulta que no”.
      El toque acaso más pintoresco de la noche estuvo dado por Julián Zini, “el cura cantor”, un hombre capaz de hacer rimar en métricas regulares tanto la fe católica como su amor por Corrientes, la tradición guaraní y la historia nacional.
      El auditorio se encendió del todo con el set chamamecero que Soledad preparó especialmente para la ocasión. Con el profesionalismo que la caracteriza, logró resultados más que dignos con clásicos del género como Compadre ¿qué tiene el vino?. A pesar de llevar un ostensible embarazo de cinco meses, la Sole no escatimó energía ni cuando compartió el escenario con sus invitados: Julio Cáceres y su hermana Natalia Pastorutti.
      Como switcheado en modo festival, el gran Raúl Barboza también supo conseguir aplausos masivos al demostrar todo su talento con versiones mucho más accesibles que algunas de las que entrega en sus conciertos. El genial acordeonista, radicado desde fines de los ’80 en París, tocó acompañado por Cacho Bernal (percusión), Roy Valenzuela (contrabajo) y Nardo González (hasta hace poco en el bajo y hoy en la guitarra en un enroque forzado por el reciente fallecimiento del guitarrista Horacio Castillo).
      El fuego sagrado del correntino medio volvió a azuzarse con la actuación de Los Alonsitos, hacedores de un chamamé festivo por naturaleza que en circunstancias como estas parece moverse como pez en el agua (valga la imagen más que nunca a orillas del Paraná). La fiesta fue total cuando la Sole volvió al escenario para acompañarlos en un par de temas.
      Esa noche actuaron además Liliana Herrero, Luiz Carlos Borges (Brasil), Nendivei, Los hijos de los Barrios, Gabriel Cocomarola y el Grupo Cantares (Paraguay), entre otros.

2ª noche: Profetas en su tierra

      Cerca de la medianoche, la segunda luna correntina nos regaló la gracia (en su sentido más amplio) de Yayo Cáceres (foto), un carismático cantor de notable capacidad interpretativa. Con un módico acompañamiento instrumental, se lució particularmente con algunas piezas de tono cómico, como La pelota de cuero, la canción de Mario Millán Medina que narra la aventura espacial de tres gauchos correntinos. Como su carrera tiene epicentro en España desde hace varios años, el talento de Cáceres fue un hallazgo también para muchos correntinos.
      Fue apenas un aperitivo del plato fuerte de la noche: la actuación de Teresa Parodi, otra hija pródiga de la provincia que supo triunfar fuera del pago. La emoción se instaló en el ambiente desde el momento en que la cantante anunció que interpretaría una selección de las canciones que jalonaron su carrera. En comunión con la artista, las 12.000 personas que en ese momento desbordaban el Cocomarola vibraron con las versiones de Pueblero de allá ité, Riachuelero, Cielo de Mantilla y El cielo del albañil, entre otras. Ella misma se quebró en lágrimas tras una de las últimas ovaciones. Pero se recompuso para despedirse con Pedro canoero, la canción que se impuso a Apurate, José en la puja de gritos que decidió el bis. Con sus condiciones intactas, Teresa se transformó por 30 minutos en lo más parecido a la voz del pueblo.
      Aunque en un formato más abstracto, el dúo instrumental de Rudi y Nini Flores (foto) volvió a conmover desde la creatividad en el manejo de la guitarra y el acordeón, respectivamente. Con exquisita imaginación, visitaron temas de Ernesto Montiel y Mateo Villalba con personal estilo. Mientras tanto, en la mega-pantalla de alta definición del fondo del escenario se veía a un yacaré tocando el bandoneón en un ocurrente cuadro pintado en cámara rápida. No hacía falta ninguna sustancia prohibida para volar con la música y las imágenes. Los Flores constituyen además otro caso de expatriados musicales desde que a principios de los ’90 se instalaron en Francia, donde grabaron varios discos. De allá se trajeron como invitada la voz de la francesa Ema Millán, quien los acompañó en un par de temas cantables.
      “Vinimos a divertirnos con ustedes”, declaró una de las Hermanas Vera como presentación del show que ofrecieron a continuación. Aunque con una fórmula relativamente sencilla y archiconocida para los correntinos, consiguieron un rápido favor del público a fuerza de éxitos a tres voces. Así y todo, no las favorecía la comparación con los números previos. Pero todo se terminó de arruinar con la incorporación de la voz del Bahiano, quien sonó demasiado parecido a como sonaba en Los Pericos. Así, el cruce resultó un experimento fallido, a tal punto que mereció una de las escasas silbatinas de toda la fiesta.
      La extensa grilla de aquella noche (cada una ocupó alrededor de 8 horas consecutivas de shows) tuvo lugar además para el romanticismo del cuarteto vocal masculino Amandayé y para la impronta bien tradicional de Los de Imaguaré, un trío de cantantes que reveló una fuerte relación previa con el público apenas subió al escenario. Más allá de gustos, nadie podrá reprocharles falta de producción: montaron un show alusivo al bicentenario que incluyó, entre otros recursos, puestas coreográficas del Ballet de Dionisio Soler.
      La segunda noche fue también la del Cuarteto Santa Ana, Gilberto Monteiro (Brasil), Florencia de Pompert, Mauricio Brito y Humberto Yule, entre otros artistas.

3ª noche: Voces femeninas y el fenómeno Bofill

      Tras el sonido clásico del Quinteto Alma de Montiel, la noche del viernes nos deparó la prodigiosa resurrección de Mickael Jackson en la piel de un violinista paraguayo. Así fue, por bizarro que suene: el grupo Sur Canto (oriundo del Paraguay) había disimulado su excentricidad con versiones de clásicos del género como Kilómetro 11 (considerado el himno del chamamé) o Lucerito alba. Pero ya venía innovando con cruces insólitos como el del tema de Zorba, el griego en clave chamamecera cuando el violinista del grupo apareció ataviado con la ropa típica del rey del pop. Desde entonces, no paró de agitar a la multitud con solos desaforados, algunos ejecutados entre la multitud mientras corría por los pasillos del auditorio.
      Otra situación graciosa se dio cuando el cantor Eustaquio Miño resistió en el escenario el embate del conductor de turno. “Como son muchos los artistas programados, debemos pasar al siguiente número, así que los invitamos a dejar el escenario”, dijo el locutor. Como toda respuesta, Miño arrancó con otra pieza en el estilo bien tradicional y bailable que caracteriza a su grupo.
      Pero más allá de estas curiosidades, aquella fue la luna de las voces femeninas. Primero, por la dulzura de Gicela Méndez Ribeiro (foto), una joven de fuerte personalidad capaz de moverse con solvencia entre letras en castellano o en portugués. A su vez, por la vigencia de Ramona Galarza a 58 años de su debut profesional. La novia del Paraná mechó viejos éxitos con canciones alusivas a la historia nacional, con motivo del bicentenario, aunque en un formato poco ágil por la reiterada intervención del glosador Víctor Sánchez Fernández.
      Por último, fue Ofelia Leiva (del recordado dúo Rosendo y Ofelia) quien renovó su idilio con el público a través de aquellos clásicos litoraleños con los que brilló en la década del ’60. Su adhesión a los festejos por el bicentenario argentino consistió en una interesante versión chamamecera de la marcha escolar Aurora. Sagaz, dejó para el final la pegadiza canción oficial de la Fiesta Nacional del Chamamé, cuyo estribillo dice: “Todo el mundo a bailar / no dejen de zapatear / se escuchan los sapucay / con los chamamés vamos a cantar”. No será Neruda pero que prende, prende.
      Con todo, el fenómeno de popularidad más vasto se dio con Mario Bofill (foto), un cantor de larga trayectoria en escenarios de todo tipo y que recién en los últimos años logró meterse en el gusto masivo de la región. Su presencia era reclamada por la multitud hasta una hora antes de su actuación. Lo suyo no es el virtuosismo vocal ni las composiciones muy elaboradas, sino más bien un enorme carisma para contar historias de gente sencilla, ya sea a través de pequeños cuentos introductorios o de las letras que canta a continuación. El público delira con sus interpretaciones, a pesar de que el hombre suele interrumpir las canciones para empezar con otra, con la excusa de que “el tiempo es tirano”.
      Fue aquella la noche en que también actuaron, entre otros, Paquito Úbeda, Ariel y Néstor Acuña, Aníbal Maldonado y Renato Borghetti (Brasil).

4ª noche: Sobredosis de chamamé

      El sábado, un par de horas antes del horario previsto para la función, se desató sobre Corrientes una feroz tormenta eléctrica que inundó parte del auditorio y afectó seriamente a algunos equipos de audio destinados a la fiesta. Por eso, la jornada se postergó íntegra para la noche siguiente.
      Bajo un cielo cubierto e inestable, el domingo tuvo su comienzo musical con las suaves melodías de los Hermanos Barrios, un grupo legendario que viene de festejar sus 50 años de trayectoria. Por lo que se vio sobre el escenario del Cocomarola, parecen haberla forjado cultivando el sonido exquisito, tan tradicional como cuidado.
      La música de Coqui Ortiz fue uno de los hallazgos más interesantes para el oído porteño no especializado. Este joven chaqueño, que ya acredita el mérito de haber tocado la guitarra con artistas como Liliana Herrero y Luis Salinas, es un finísimo cantautor. Sobrio pero profundo, es capaz de conmover tanto con una composición instrumental (Mate cocido con bananas, por caso) como con una hermosa letra sobre las situaciones en las que habita el chamamé (Chamamé que se eleva). El acompañamiento instrumental que dispone no deja de sonar sencillo a pesar de contar con timbres heterodoxos como el de un bajo eléctrico, un piano, una flauta traversa y, por momentos, un cajón peruano.
      Como cada vez que pulsa el acordeón, el Chango Spasiuk (foto) nos llevó a todos de viaje al comenzar su parte, la más larga de todas las programadas por los organizadores de la fiesta. Fueron 40 minutos de ensueño en los que cautivó al auditorio con esas originales sutilezas que lo caracterizan como compositor e intérprete. Luego de sortear algunos problemas técnicos con el sonido, Spasiuk desplegó un entramado sonoro a la vez denso y liviano que, si bien tiene eje en su fuelle, se expande hacia tres guitarras, un violín, ¡un cello! y una esporádica percusión. Su estilo acordeonístico es muy personal; basado en una especie de intermitencia, por momentos da la sensación de que hubiese alguien interrumpiendo el mecanismo del instrumento. Así, con su magia a pleno, el Chango hilvanó temas como El viejo caballo alazán, de los Hermanos Chávez y una versión extendida de Kilómetro 11 con el bandoneonista Gabriel Cocomarola, hijo del autor, como músico invitado. Todo con una estética refinada que hace pensar en un chamamé de cámara.
      Urdida exclusivamente por hábiles guitarristas, se escuchó a continuación una música que huele a Corrientes pero también a Entre Ríos. Lo cual resulta lógico si se considera que Mateo Villalba, responsable del segmento, es oriundo de Curuzú Cuatiá, una localidad ubicada en el sur correntino, cerca del límite con Entre Ríos. Pulsadas con vigor, las cuerdas entregaron armonías, melodías y ritmos de esos que resuenan cálidos en el pecho como ocupando un lugar que les corresponde. En los 18 minutos que tenía pautados, la agrupación liderada por el propio Villalba entregó poderosas versiones de temas como Marejada y Camino del correntino.
      La Fiesta Nacional del Chamamé hizo honor a su nombre, más que nunca, con la actuación de su figura acaso más reconocida allende Corrientes: Antonio Tarragó Ros (foto). Desinhibido y feliz, el autor de Canción para Carito se presentó con su mini-acordeón a cuestas (que luego trocó por una guitarra), más un contrabajista y un guitarrista como toda compañía. No necesitó más para conectar rápidamente con el público, ya sea a través de la poesía de El cielo del albañil o de la dinámica instrumental que lo empujó a bajar del escenario para mezclarse entre la multitud, gracias a las bondades de los micrófonos inalámbricos. El tramo más emotivo, empero, llegó con la interpretación de María va que en los estribillos entregó completamente al público. Cerca del final de su set, Tarragó Ros se dio el gusto de invitar al cantor Juancito Güenaga y de homenajear a su padre (otro prócer del chamamé y como él también oriundo de Curuzú Cuatiá, una de las ciudades que más artistas dio al género). Pero el final tenía que ser con baile y así fue: decenas de parejas se armaron junto al escenario, en tanto el resto del público acompañaba de pie y haciendo palmas.
      La cuota de humor local llegó con el Trío Laurel, número habitué de los festivales folclóricos que además tiene la particularidad de estar integrado por artistas correntinos. Efectivos pero no tan ocurrentes como en otras ocasiones, se valieron de una rutina cómica para aglutinar algunos de los clásicos chamameceros que grabaron en su último CD. Para abreviar, algunos sonaron en abigarrado popurrí. Pero desde ya que no podían faltar ni Sobredosis de chamamé ni Están todos detenidos, canción con la que se despidieron una vez que ya habían hecho bailar a medio auditorio.
      Ya pasada la medianoche, las brasileñas de Barra Da Saia no pasaron de ser una simple curiosidad. Las cuatro cantantes son muy bonitas y carismáticas pero la música que producen es un híbrido difícil de digerir, basado en versiones aceleradas y en portugués de algunos clásicos regionales. Para peor, al menos en la noche reseñada, una batería demasiado estentórea tapaba a los demás instrumentos. A favor de ellas se podría decir que pueden significar una puerta de entrada para cierto público reacio al chamamé, pero también cabe preguntarse si esa puerta conduce al chamamé o a un concepto más cercano a ABBA que a Isaco Abitbol.
      La noche retomó carriles más tradicionales con las actuaciones de Salvador Miqueri y su Trébol de Ases, Juan y Ernestito Montiel (apellidos ilustres del chamamé) y Juancito Güenaga, quien con su formación de pilchas gauchas consiguió lo que pocos: una bailanta improvisada junto al escenario.
      Cerca de las 4 de la madrugada, cuando ya los sentidos empezaban a flaquear, un cantor de apenas 18 años consiguió la atención de todos. A puro talento, Alán Guillén mostró una notable capacidad interpretativa y muchas ganas de conectarse con el público cada vez que se acercó al borde del escenario, pulsando simultáneamente su propio acordeón. Un artista oriundo de Quitilipi (Chaco), que se perfila como una promesa seria de la música litoraleña.
      Aquella noche fue animada además por las actuaciones de los Fuelles Correntinos, Roser Díaz (Paraguay), Paraná Canto e Ipú Porá, entre otros.
      La quinta y última noche, prevista para el lunes 22 luego de la postergación forzada por la lluvia, debió ser postergada una vez más por las malas condiciones climáticas y se realizará en fecha a confirmar, pero que sería a mediados de marzo.
      Esta vigésima edición de la Fiesta Nacional del Chamamé fue además la sexta del Mercosur. El título se justifica en parte por la ubicación geográfica de la provincia pero sobre todo por la presencia de una decena de artistas paraguayos y brasileños que cultivan el chamamé como una música también típica de sus regiones. El afán integracionista se extiende además a la conducción de la fiesta compartida en amena interacción entre los argentinos Alfredo Norniella y Juan Carlos Cosarinsky, el paraguayo Rigoberto González y el brasileño Paulo Mendonça.

¡Que se formen las parejas!

      La danza tuvo una presencia considerable pero limitada respecto del potencial que encierra. Sus principales expresiones llegaron desde el escenario, a través de los cuadros del Ballet Oficial de la Fiesta (un dúctil y numeroso cuerpo de bailarines que logró cuadros de gran impacto visual) y los del Ballet Folclórico Nacional (cuya actuación en la fiesta se redujo de dos días a sólo uno por la postergación forzada por la lluvia). Esta última agrupación, dependiente de la Secretaría de Cultura de la Nación, presentó en una entrada Pericón Nacional Argentino y en otra La vendedora de pescado y el tape. Asimismo, fueron varios los intérpretes musicales que decidieron acompañarse con números de danza más o menos logrados, sólo unos pocos claramente originales.
      Si bien buena parte de los espectadores baila espontáneamente ante determinadas músicas, lo hacen dispersos, o bien en un corralito cercano al escenario o a los costados del auditorio. El baile social tuvo una instancia específicamente prevista en una bailanta celebrada durante cuatro tardes en el camping aledaño de Puente Pexoa (foto). Sin embargo, este año la reunión no llegó a delinear una movida significativa de público. Sí cumplió con una abundante dosis de música en vivo: varias decenas de agrupaciones desfilaron por un pequeño escenario para entregar carradas de “chamamé maceta”, tal como se denomina a la música típica de Corrientes en su variante más tradicional y bailable. Así, los bailarines (aquellos pocos que se atrevieron al movimiento con un calor y una humedad agobiantes) se expresaron en abrazos, quiebres de cintura, zapateos y giros sobre la pista de césped. Resultaron particularmente llamativos algunos bailarines luciendo uniformes gauchescos con leyendas como Los Incansables del chamamé, rótulo del que daban fe al bailar así vestidos con 41 grados de sensación térmica. Cabe aclarar que, aunque difuminado, el sol pegaba igual sobre la pista porque desde lo alto apenas una tela tipo “media sombra” protegía la zona destinada al baile.

 Medio ambiente

      Todo lo narrado ocurrió en el Anfiteatro Mario del Tránsito Cocomarola, un predio de unas tres hectáreas con un enorme escenario, un auditorio al aire libre para 7.400 personas sentadas y un sector parquizado en derredor que casi duplica esa capacidad. Al fondo del escenario, una enorme pantalla de leds de alta definición fue entregando todo el tiempo imágenes afines a lo que se escuchaba. Con otro tipo de imágenes o el anuncio de los temas que se iban interpretando, hubo además otras dos pantallas de leds más pequeñas a los costados y, por fuera del escenario, otras dos pantallas con proyector de tamaño mediano ofreciendo primeros planos de los artistas o mensajes publicitarios. Un enorme despliegue técnico que se extendió también a la iluminación y a los dispositivos necesarios para transmisiones en vivo por radio y televisión. Este año la fiesta consiguió una penetración inédita gracias a la transmisión en directo a todo el país por Canal 7.
      El lugar es hermoso y cómodo, con puestos de comidas en la zona parquizada y en las inmediaciones exteriores al predio. Tiene, eso sí, una carencia grave: los baños son escasos para la multitud convocada. Las mujeres deben hacer cola y los hombres quedan restringidos a unos pocos baños químicos muy mal iluminados. Pero en honor a la verdad, hay que decir que existe otro problema que parece más cultural que de infraestructura: la mayoría de los varones prefiere orinar en el pasto y no queda claro si sólo por la mala iluminación de los cubículos de plástico.
      En cuanto al plano tecnológico, las únicas falencias recurrentes se dieron con el sonido del escenario, sobre todo durante la cuarta noche. Además de demorar a veces más de lo aconsejable en rearmar los micrófonos entre un número y otro, los técnicos tuvieron problemas para dar retorno a los músicos y hasta para que el público escuchara algunos instrumentos en el arranque de los shows.

Conclusiones

      La fiesta tiene una dimensión artística y otra popular, íntimamente relacionada. El público correntino es muy cálido, apasionado y extrovertido. No sólo aplaude u ovaciona después de terminada una interpretación, sino que en cualquier momento puede llegar a expresar su alegría de una manera muy llamativa para el forastero. ¿Cómo? A través de un sapucay, grito agudo típico de la zona que por lo general revela un estado de euforia.
      En rigor, el color local se manifiesta de mil maneras: en la afición por el mate, en los productos típicos como el chipá (especie de pan de queso), en la costumbre de besar en las dos mejillas, en la tonada que los correntinos imprimen a cada frase, en la omnipresencia del guaraní como una lengua más del habla popular, en un sentido del humor entre inocente y profundo, en la religiosidad de un pueblo que amalgama la liturgia católica tradicional con creencias populares como el gauchito Gil y en la proliferación de plantas e insectos, sino desconocidos, raramente vistos en Buenos Aires.
      Originalmente prevista para principios de enero, la Fiesta Nacional del Chamamé debió ser reprogramada a poco de arrancar por una grave crisis energética que afectó a la provincia. Por eso, no pudo ser el primer evento de la agenda oficial de festejos del bicentenario. Sin embargo, los organizadores lograron mantener la grilla casi intacta en un loable trabajo de producción.
      Al mantener un crecimiento sostenido en el último lustro, la Fiesta Nacional del Chamamé se perfila como uno de los encuentros de música popular más importantes del país. Y dentro del lote de los festivales folclóricos probablemente sea el más rico de los dedicados a un solo estilo (Cosquín, el único que lo supera en dimensiones, abarca todos los estilos folclóricos). Por eso, y por los encantos naturales del entorno, resulta una atractiva posibilidad de mini-turismo para el melómano curioso.

Carlos Bevilacqua

La foto de Joselo Shuap es de Aron Fisman. Las de Yayo Cáceres, Mario Bofill, Chango Spasiuk (junto a Gabriel Cocomarola) y Antonio Tarragó Ros son de José Luis Suerte. La de la bailanta y la del público en el Cocomarola son de Carlos Bevilacqua.

Publicado el 24-2-2010.

Nota: Las actuaciones reseñadas no son todas, sino aquellas que pudo presenciar el cronista. La programación completa de la XX Fiesta Nacional del Chamamé está disponible en http://www.melografias.com.ar/2011/05/el-bicentenario-arranca-puro-chamame.html